Autor: Iibarvo
Chihuahua, Chih.
El estado de Chihuahua, con su vasta extensión territorial de aproximadamente 247,455 km2, es un territorio de contrastes. Al oeste, la imponente Sierra Madre Occidental domina el paisaje, cubriendo el 43.44% de su superficie con sus bosques templados y sus cañones profundos. Mientras tanto, hacia el centro y este, el Gran Desierto Chihuahuense se extiende con su aridez característica, ocupando entre el 33% y 36% del territorio –una cifra que varía según las fuentes-. Esta dualidad entre montañas y desierto define no solo su geografía, sino también la vida de sus habitantes.
En abril del 2024, tuve la oportunidad de recorrer parte del mosaico natural del suroeste durante un viaje hacia Sonora. La ruta comenzó en la capital chihuahuense, avanzando por carreteras que serpentean entre oasis de vegetación, cordilleras, hasta llegar a la ciudad de Obregón -saliendo por la mañana y llegando por la noche-. El destino final era Álamos, un pueblo mágico sonorense, donde la historia y la tradición se entrelazan. El trayecto, más allá de ser un simple desplazamiento, se convirtió en un recorrido por las diferentes facetas del norte de México: desde la inmensidad desértica hasta la sierra que anuncia un océano. Pero este viaje nos solo fue un desplazamiento; era un encuentro con biólogos, académicos y habitantes de la región del noroeste –Sonora, Baja California Norte y Sur-, donde descubrí la riqueza cultural de la región.
En una excursión organizada por personas del congreso a un área protegida, me sorprendieron los gigantescos cardones (Pachycereus), cactus monumentales poco comunes en Chihuahua. Estos colosos de desierto sonorense no solo dominan el paisaje, sino que son reservorios de vida: almacenan nutrientes, brindan refugio y alimentan a la fauna local.
Imagen III: Cardón en área protegida de Álamos, Son. Foto: Israel IbarvoPero uno de los momentos que más recuerdo del evento fue convivir con la comunidad comca´ac (konkaak), guardianes ancestrales de la Isla Tiburón. En una charla con Erika (konkaak), aprendí que los cardones no solo eran un espectáculo natural en su comunidad, sino eran parte vital de su cultura. Me describió como, cada año nuevo comca´ac recolectan los frutos de cardón (pitayas) con lanzas puntiagudas, las muelen en un ritual colectivo y las fermentan con agua hasta obtener una bebida sagrada. El proceso, guiado por microorganismos y tradición, culmina en un “vino” embriagador que celebran en ceremonia.
Imagen IV: Mural inspirado de etnia de Sonora (Álamos, Son.) Foto: Israel IbarvoAquella conversación transformó mi perspectiva: aquellos cactus no solo eran majestuosos e imponentes, sino también eran libros vivos de una cultura que resiste, fermenta y florece.
Para mayo del 2024 nuevamente me aventuré hacia un rincón donde el tiempo parece haberse detenido: Batopilas, Chihuahua, un pueblo antiguo escondido en las entrañas de la Sierra Madre Occidental, dentro del laberinto de cañones conocido como las Barrancas del Cobre, con una altitud máxima de 2,800 y una mínima de 300 metros sobre el nivel del mar, es el secreto que resguarda la Barranca celosamente. El camino serpenteaba entre precipicios, revelando paisajes que oscilaban entre los sublime y lo intimidante. Al descender hacia el antiguo mineral de Batopilas, sentí como el aire se sintió más denso, cargado con el eco de un pasado minero que alguna vez brilló. Sus calles empedradas, su hacienda de San Miguel semiderruida y el rumor del rio Batopilas dibujan un escenario donde la historia y la naturaleza se funden.
Imagen V: Rio Batopilas. Foto: Israel IbarvoA la mañana siguiente, un guía nos llevó a la Misión de Satevó, una joya escondida a apenas 20 min de Batopilas. Entre el sol incandescente y la tranquilidad del lugar, esperaba una sorpresa que desafiaría mi razonamiento y mi conocimiento sobre Chihuahua: ¡cardones gigantes!, aquellos colosos del desierto, que asociaba únicamente con Sonora, se alzaban imponentes en estas esquinas de la Sierra Madre, donde Chihuahua roza los estados de Sonora y Sinaloa. Era como encontrar un pedazo del mar de Cortés en plenas barrancas – mas adelante sabrán la referencia-.
Imagen VI: Mirador de Misión de Satevó. Foto: Israel IbarvoPero lo mejor vendría al llegar a las puertas de la misión, un grupo de mujeres rarámuri conversaban en voz baja. Con un español trabajoso pero lleno de calidez, una de ellas me hablo de dos tesoros líquidos de la región cuando les pregunte: el tesgüino, una cerveza de maíz nativo que se fermenta para celebrar Semana Santa, y otra bebida, hecha de pitaya.
-¿Pitaya?- repetí, incrédulo- pensé; -¿cómo la de los cardones de Sonora?-
-le pregunte; ¿con el fruto del cactus que esta allá?- apunte un cardón que estaba a un lado de la iglesia- y ella asintió con una sonrisa. En ese momento, el viaje de 8 horas desde la capital cobró sentido: había llegado hasta el corazón de las barrancas para descubrir que, bajo el mismo cielo, los cardones y sus frutos unían a pueblos distantes en una misma bebida.
Imagen VII: Cardón ubicado en la Misión de Satevó. Foto: Israel IbarvoEn los datos literarios que respaldan la información proporcionada por la mujer Rarámuri, encontré en el libro THE TARAHUMAR OF DE MEXICO, de Campbell W. Pennington, la referencia del uso de los frutos de dos especies de cactus: el “cawe” (Stenocereus thurberi, antes clasificado como Demaireocereus thurberi) y el “napisora” (Cephalocereus leucocephalus). Estos frutos se empelaban en los cañones de la Sierra Madre Occidental para elaborar el “tesgüino de frutas”, una bebida tradicional fermentada.
Este hallazgo podría confirmar que el conocimiento sobre su preparación se ha transmitido generacionalmente, aun que su mecanismo exacto de esta transmisión – oral, practica o ritual- aún requiere investigación. Sin embargo, este dato abre una línea de estudio valiosa para antropólogos, biólogos y etnobotánicos interesados en rastrear las rutas de conocimiento social y cultural en el noroeste de México a través de una bebida que, más allá de su función alimentaria, podría revelar conexiones históricas, rituales y ecológicas poco exploradas.
En una comunidad limitrofe entre Oaxaca y Puebla, donde la pitaya de estoas grandes cacataceas es muy popular, tambien se fermentaalgo que alli llaman vino de pitaya. Definitivamente el Mexico vivo.
ResponderBorrarGracias por el aporte Dianna, y definitivamente es un territorio vivo por su gente, cultura y tradiciones. 🌵
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